Mi padre no tenía razones para interesarse por la música clásica. Era corredor, proveniente del Nordeste brasileño, de una familia humilde. No había en su repertorio la posibilidad de, de repente, encontrarse con Bach, Vivaldi o Mozart. Pero sensibilidad, eso sí tenía. Y ahí nació su interés. Heredó el oficio de carpintero de mi abuelo y, en ese camino, encontró su pasión: la guitarra. Tanto así que no le bastaba con tocar: necesitaba construir sus propios instrumentos. Autodidacta, se convirtió en luthier, reconocido por los mejores de Brasil.
Crecí viendo a mi padre estudiar y cortar maderas, moldear formas, hacer un trabajo meticuloso, detallado, minucioso. Su amor por la guitarra lo convirtió en un coleccionista de minucias, un autor de delicadezas. Y con qué orgullo mi viejo finalizaba cada instrumento. Nunca quiso vender ninguno. Puede parecer extraño, pero sus obras solo eran entregadas a quienes realmente las merecían. Sonreía por dentro con el resultado de sus horas de dedicación. Yo también.
De él proviene también mi amor por el detalle, mi atención al conjunto, mi obsesión por la perfección, por las referencias. Porque si en una guitarra el acabado, la madera, la precisión y la dedicación marcan la diferencia, en el acto creativo ocurre lo mismo. Por eso, procuro aplicar el mismo cuidado de mi padre en mi día a día.
Cada jornada noto cómo esta realidad impacta mi rutina y mi trabajo. En un campo como la publicidad, donde convergen personas de diversos orígenes, con innumerables experiencias y habilidades, descubrir que hay gente con esta misma pasión por lo que hace también es una fuente de inspiración. Es mucho más que colgar un diploma en la pared: es tener ese fuego en la mirada y el ímpetu de seguir aprendiendo. Mi padre era autodidacta y llegó lejos – y observar esto en nuevos talentos es como ver la antorcha pasando de generación en generación.
Así como el luthier usa todo su conocimiento para construir un instrumento único, irrepetible, imposible de reproducir con el mismo sonido, yo también procuro organizar mis referencias – que van desde los cómics hasta el cine, los tráilers, la cultura pop, la música y la banda sonora, las artes plásticas, entre muchas otras – para alcanzar el mejor resultado.
Es curioso que, al final de una obra de teatro, los aplausos se dirijan a los actores, pero rara vez al equipo de vestuario, iluminación y efectos.
En el “Efecto Marvel”, la mayoría de las personas se marchan antes de que los créditos terminen de rodar, conversando sobre la actuación de los protagonistas sin reparar en todos los demás involucrados en la película.
Los aplausos tras un recital de guitarra son siempre para el músico, nunca para el luthier.
En la publicidad ocurre lo mismo. Una campaña exitosa recibe elogios, pero no siempre se revelan los bastidores, la excelencia que cada área aporta a la obra final, el craft delicado y dedicado de profesionales apasionados que trabajan para que grandes ideas cobren vida.
Quienes eligen este camino saben que su propósito es utilizar su talento en la creación y ejecución con un fin mayor, poner los reflectores sobre quienes realmente necesitan brillar cuando se abren las cortinas, quienes recibirán los merecidos aplausos y, así, mantener esa virtuosa alianza con quienes permanecen en el backstage.
Aun así, no hay cómo no inspirarse con el aprecio y el cuidado por cada detalle. Aun así, no hay cómo no inspirarse con la sonrisa satisfecha de un trabajo bien hecho. Aun así, sonreímos. Mi padre y yo.
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