Fabricantes de anécdotas
Por Toni Segarra, Socio Fundador de SCPF.
El arquitecto y diseñador industrial Mies van der Rohe, llegó a la conclusión de que la finalidad de la arquitectura es expresar la civilización en la que vivimos.
Modestamente y quizá sin pretenderlo, la buena publicidad persigue casi lo mismo.
Creo no exagerar si afirmo que todos sentimos de un modo íntimo que estos últimos tiempos representan un cambio de proporciones notables para nuestra civilización. Es posible que vivamos justo en el epicentro de esa transformación, y que precisamente por eso, nos esté vedado entenderla. Esa incomprensión es la causa de nuestra confusión. Avanzamos a tientas, buscando pistas que nos devuelvan a un camino que era ancho y despejado y que súbitamente desapareció.
Van der Rohe -cuyo contexto fue infinitamente más caótico que el nuestro-, descreyó de la fantasía, de la originalidad, de la novedad. Creyó entender que en la unión de la tecnología con la arquitectura se encontraba la expresión de la época. Sintió que si hacía lo que debía hacer, usando los materiales que su tiempo ponía a su disposición, la obra debía surgir. “No quiero ser interesante, quiero ser bueno”, decía.
La publicidad, en cambio, ha enfermado de novedad, de originalidad, de subjetividad. “Si fuera subjetivo, sería pintor, no arquitecto. En la pintura puedo expresar lo que quiera, pero en los edificios tengo que hacer lo que tiene que hacerse y no lo que a mí me gusta; simplemente lo mejor que se pueda hacer”, expresaba el arquitecto.
La historia de estos últimos veinte años es la historia de nuestra deriva hacia la anécdota, sin que por el momento hayamos entendido que si fabricamos anécdotas devenimos en anecdóticos. Quizá me estoy haciendo viejo, pero en todo caso, no soy el único. Leo al Fundador de BBH, John Hegarty, quejarse del poco interés de los festivales por la publicidad que construye marcas, la publicidad que hace lo que tiene que hacerse. Escucho a Carlos Bayala, Director Creativo Global de Mother, advertir en la entrega de premios de El Sol, en Bilbao, sobre tanta búsqueda estéril de lo nunca visto: “Un tweet con olor no está bueno. Déjense de joder.”
Llevamos demasiado tiempo abandonados a una sacralización vanidosa de la creatividad. Nos hemos apropiado del adjetivo sin merecerlo. Ahora, además, vivimos esa obsesión buenista que nos hace pensar que gracias a los anuncios vamos a cambiar el mundo. Todos sabemos que no es posible. Somos vendedores. La publicidad se inventó para vender. Cuando no vendemos, nuestros clientes nos echan. Les importa muy poco que ganemos muchos leones, saben de sobra que eso no es lo importante. Pero cuando les recuerdo algo tan sencillo y tan obvio a los chicos en las charlas que doy de tanto en tanto en la universidad, los chicos no quieren escucharme, porque a ellos les vendimos otra cosa, y la exigen.
Sigo queriendo a este oficio de mierda, que me da la oportunidad de trabajar para marcas que pelean por ser elegidas, marcas que confían en nuestra capacidad para hablar con la gente que pasea delante de los escaparates. Demasiado a menudo me siento en la obligación de agradecer a quien sea que esté allá arriba el privilegio de trabajar en esta bendita profesión. De verdad que no me hace falta pensar que hago arte, ni que gracias a mi anuncio el mundo va a ser mejor. Si conseguimos introducir un poco de poesía, de elegancia, de belleza, de humor, de sensibilidad, de sofisticación o de inteligencia en la vida de la gente, me doy por satisfecho. Es un raro privilegio poder lograrlo. Y bueno, al final eso hace al planeta un poco más habitable.
Al igual que Van der Rohe (pero con mi minúscula estatura), me conformaría con haber conseguido expresar un trocito de mi época en alguno de los anuncios que creamos. Y haberlo conseguido haciendo apenas aquello que debíamos hacer. Francamente, no conozco otra manera. En los últimos 20 años el mundo ha cambiado mucho, desde luego, pero no tanto.