Era una noche como cualquier otra. Estaba en el sitio de una marca que me encanta, una de esas que promete “atención personalizada las 24 horas”. De pronto, se abrió una ventana con un mensaje: “¡Hola! ¿En qué puedo ayudarte hoy?” Mi corazón se aceleró. ¿Sería una persona real? ¿O solo otro chatbot disfrazado de empatía?
Spoiler: era un bot. Y sí, me dejó en visto.
Hoy tenemos una relación ambigua con la inteligencia artificial. Nos seduce con su promesa de eficiencia, inmediatez y personalización. Y cuando funciona, roza lo mágico: nos recomienda lo que queremos antes de buscarlo, responde en segundos, está siempre disponible. Pero cuando falla —y suele fallar—, la decepción es profunda. No es solo un problema técnico; sentimos que algo esencial se rompe. Nos sentimos ignorados, mal interpretados, atrapados en
una espera eterna, frente al vacío de un sistema que no responde.
Como humanos, aceptamos errores porque forman parte de nuestra experiencia. Como clientes, aunque exigimos más, también sabemos tolerar fallos. Lo que no perdonamos es la ausencia en los momentos clave. Queremos que las marcas estén ahí, que actúen como puentes reales con nuestras emociones, necesidades y problemas.
Ahí está la paradoja: mientras las marcas automatizan cada vez más etapas del recorrido del cliente, las personas buscan experiencias más humanas. No se trata de rechazar la tecnología: la valoramos. Pero también esperamos algo más. Queremos que esa tecnología venga acompañada de interacción real. Un chatbot puede tener una lógica impecable, pero no siempre sabe cuándo alguien solo necesita ser escuchado. Puede predecir nuestros gustos, pero ¿entiende nuestras emociones? Y si las entiende, ¿responde a tiempo?
Hay una línea muy fina entre anticiparse a lo que el cliente necesita y hacerlo sentir perdido. Entre resolver rápido y responder con frialdad. Esa línea, hoy, está más borrosa que nunca. El camino no es apagar la IA ni entregarle todo el control. El desafío es diseñar experiencias en las que la inteligencia artificial sea una aliada, no un reemplazo. Donde lo automático no opaque lo auténtico. Donde, si decimos “quiero hablar con alguien”, no tengamos que repetirlo tres veces hasta que el sistema se rinda.
Porque, al final, los clientes no buscan solo eficiencia. Quieren sentir que, detrás de toda esa tecnología, hay alguien. Una marca que realmente quiere entenderlos, que se compromete con el desarrollo de soluciones y con la responsabilidad de estar presente.
Lo que ese chatbot debería haber hecho era simple, y a la vez tremendamente complejo: escuchar de verdad. No limitarse a interpretar palabras clave o activar un flujo predefinido, sino leer entre líneas, captar el tono, detectar la urgencia, el cansancio, la emoción detrás del mensaje. Debería haber ofrecido una salida clara, una alternativa humana, sin trabas ni bucles infinitos. Debería haber hecho lo que cualquier atención personalizada promete: estar presente.
Y sí, tal vez mañana vuelva a caer en las redes de otro chatbot. Pero esta vez, espero que cumpla lo que promete.
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