Mi padre siempre fue un hombre de habla asertiva: "El área de ventas es la mejor que existe". Sentenció una vez, luego de ojear la sección de empleos y concluir, lleno de orgullo que su profesión era la más exigida entre todas las otras de la sección: "Guárdalo, André, un buen vendedor ¡jamás se queda sin trabajo"!
En aquel momento, ya era un experto vendedor. Solo en los supermercados Pão de Açúcar había trabajado durante 17 años. Empezó como vendedor, pasó por funciones de liderazgo y llegó a gerente de departamento. Y me acuerdo hasta hoy la elegancia de su traje y el olor suave de colonia que dejaba por la casa a la mañana. Al cabo de algunos años, mi padre asumiría la gerencia general y vendrían, entonces las grandes cenas organizadas por el Grupo, a las cuales mi padre llevaba, orgullosamente, su bellísima esposa, mi madre. Una de esas cenas había sido organizada por el señor Diniz, padre de Abílio Diniz, dueño de la red de supermercados. Así se hacía la trayectoria de un entusiasta de las ventas, una trayectoria victoriosa cuyos cimientos fundamentales fueron, no por casualidad, el área de ventas.
"¡Ventas es la base de todo!", decía mi padre con sus ojos que brillaban. Los míos, aunque hubiera heredado las ganas de mi padre para el trabajo y empezado a trabajar temprano, no brillaban por las ventas, sino para la publicidad. Y fue soñando con un día trabajar en una gran agencia que estudié Publicidad y Propaganda.
En el último año de la facultad, descubrí una oportunidad en el Editorial Abril. Me entregué de cuerpo y alma y logré aprobar el riguroso proceso selectivo de la empresa – sin ninguna duda una importante conquista para un joven en formación. Pero fue enorme mi asombro cuando me explicaron cuál sería mi trabajo propiamente dicho. Ventas. ¡Vender publicidad!
Quería ser publicista, no vendedor. Concluía decepcionado, imaginando la posibilidad deprimente de que mi padre convocara una fiesta o un asado para anunciar a los amigos: "Gente, aquí está mi hijo más grande. Es vendedor". Pero como dije antes, mi padre era asertivo. Ni bien le di la noticia sobre el nuevo trabajo, me felicitó por la conquista y dio un discurso memorable. Cuando vio mi expresión de decepción por que iba a trabajar con ventas de avisos, hizo una de las defensas más elocuentes del rubro de ventas que ya escuché. Digna de nota.
"André, escuchame, ¿qué hacen las personas después de que trabajan y cobran sus sueldos?", dijo en un tono de voz muy singular, pícaro y ligeramente provocador, el tono que usaba para charlar sobre fútbol. "Pensá bien antes de contestar: ¿qué hace la gente con ese dinero? Aunque guarden parte en el banco, la otra parte se usa para comprar, ¡André! ¡La gente siempre comprará! Y necesita tener a alguien para vender. Las empresas necesitan gente así, que les muestre el camino correcto para llegar a su público: ¡bienvenido al mundo de las ventas!".
Me daba clases de persuasión, hacia como los grandes maestros: enseñaba, aplicando su propio método, “vendía” el rubro de ventas, como un profesor de artes que, para enseñar dibujo, dibuja. Y fue un gran discurso, seductor y enamorado, como la técnica de buen vendedor, que me “vendió la venta”.
Hoy, algunos años después, la tecnología se expandió por todos los medios y reconfiguró completamente el mercado publicitario, trayendo nuevas dinámicas y nuevos lenguajes, abriendo también nuevas demandas y nuevos caminos. Es un mercado muy distinto al de la época de trainee de Abril a fines de los años 90. Hoy trabajo en una startup especializada en media programática.
Es otro mundo, tecnológicamente hablando, sin duda, pero notoriamente un mundo propicio al buen pregonero, aquel que sigue defendiendo a su producto y haciendo lo que más sabe: vendiendo su venta. Al fin y al cabo, de un lado están los productos y servicios y del otro siempre hay alguien que cobra su sueldo todos los meses!